Por qué la Ciencia no explica el Amor

 

 

 

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Con una periodicidad vertiginosa, de una vez al mes, sino más, aterriza en mis redes sociales algún artículo que trata de explicar qué es eso del Amor desde el punto de vista de la ciencia. Todos, sin excepción, unos con más acierto y rigor que otros, exponen un inventario de reacciones químicas y procesos hormonales que, según los firmantes, explican el Amor.

Siglos de pensamiento abstracto sobre el Amor reflejados en la filosofía, expresados, cuestionados y reflexionados por el arte, aparecen aplastados por la lógica científica, reducidos a reacciones químicas concretas y a compuestos del calado metafísico de la dopamina, la serotonina o la oxitocina. Subrayo la palabra «reducidos». Yo, que soy científica, afirmo que la mayoría de estos artículos pecan de reduccionistas y no representan el pensamiento científico.

 

El primer pecado reduccionista de estas explicaciones científicas comienza cuando se reduce el Amor al enamoramiento. El Amor, y no voy a cometer la imprudencia de definirlo, no es sólo enamorarse, no es ese estado alterado del llamémosle alma, corazón o cerebro, sino que abarca la abrumadora complejidad de nuestra naturaleza. Si llamamos Amor a las reacciones que se suceden durante el enamoramiento es natural que hablemos de niveles hormonales y otras variables igual de románticas que ésa; pero eso no es el Amor, no en mayúsculas, sino sólo una pequeñísima parte.

El segundo pecado reduccionista es confundir la causa con el efecto. Por ejemplo, la pregunta capital del amor romántico no es qué le ocurre a mi organismo cuando ya estoy enamorado, que puede resultar más o menos interesante, sino cuál es la causa por la que me he enamorado. Aquí no hay reacciones químicas ni hormonas que puedan ni pretendan explicar las causas del enamoramiento. Podemos enamorarnos de personas a las que ni siquiera hemos visto, sin que exista ningún posible intercambio de sustancias entre uno y otro, y nuestros niveles de dopamina y oxitocina se pueden disparar obviando el estímulo. Así que no es lo mismo conocer los efectos fisiológicos del amor romántico que sus causas.

El tercer pecado reduccionista es someter al arte a la aborrecible condescendencia de algunos científicos. Nótese que no cito a la ciencia, que de por sí no es condescendiente, sino a los científicos que la elevan a categorías impropias, que rozan lo divino y lo derrocan. Una de las cuestiones vitales que el hombre, por definición, surca a través del arte, es el Amor. El arte no pretende dar respuesta, sólo pretende ahondar. Si hubiese una respuesta el arte ya habría muerto. No tendría sentido la pintura, la escultura, la poesía, pues todo se habría reducido a prosa errante.

Las personas que reducen el Amor a reacciones químicas no podrán entender el arte, no atendiendo a sus emociones, que es la única forma de intelección posible, sino desde un pedestal ficticio desde el que observar una cuestión para ellos ya resuelta, con la condescendencia del que cree saber algo más. Lo observarán a través de los fotorreceptores de sus retinas, sus sinapsis y sus niveles hormonales, y como mucho se estremecerán en un delirio atómico.

 

El cuarto pecado reduccionista es incluir los porqués en los cómos. Cómo sucede el Amor es una cuestión que puede resolverse desde diferentes ámbitos del conocimiento con estimable detalle. Podemos describir este proceso desde la Biología, atendiendo a procesos evolutivos y fisiológicos; desde la Química, atendiendo a las reacciones químicas que corresponden a la secreción y actuación de las hormonas; a la Física, retrotrayéndonos al origen mismo de los átomos que componen nuestro cerebro enamorado; a la Antropología, a la Sociología, etc. Podemos describir cómo sucede adaptándonos a las teorías científicas más elegantes y a las leyes naturales más sólidas, y a través de ellas crear el espejismo de que la descripción que ofrecen de los cómos del Amor, abarca también sus razones, sus porqués.

La ciencia no explica por qué suceden las cosas, sino cómo suceden. No es que no pueda explicar los porqués, que estos porqués sean una serie de preguntas que con el tiempo se irán resolviendo, sino que resolver estas preguntas no forma parte del cometido de la ciencia. Si la ciencia diese respuesta a los porqués dejaría de llamarse ciencia y se llamaría religión.

La ciencia es descriptiva. Las cosas suceden, por los motivos que sea, y la ciencia se dedica a describirlos con detalle y elegancia, tratando de formular teorías y leyes que se adapten a lo observado y nos sirvan para hacer predicciones. Las cosas no suceden porque la ciencia lo diga: las manzanas se caían de los árboles antes de haber establecido la ley de la gravedad.

Éste no es un defecto de la ciencia, sino que es una de sus grandes virtudes: la ciencia es prudente. La ciencia no pretende dar respuesta a los porqués, sólo profundizar en los cómos.

Por qué sucede el Amor es una cuestión bellísima e irresoluta que alimenta a la filosofía, al arte, a la vida y a su incansable búsqueda de sentido. Arropémosla y disfrutémosla como la inquietud innata que es, como una de las cuestiones vitales que nos define y nos humaniza, y no la enterremos en arrogancia disfrazada de ciencia.

No quieras entenderme con las luces

del sentido común:

                                           sé tu imprudente.

Cualquier ciencia requiere a sus audaces.

 

Puede que esté prendido en alfileres,

pero he cristalizado en lo que vivo:

el diamante infrangible de lo humano.

 

Extracto del poema Prendido en alfileres, del libro Ánima mía de Carlos Marzal, 2009

Ilustración realizada por Tamara Feijoo Cid

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