Cuando era niña paseaba de la mano de mi abuelo por todas las calles de la ciudad, por cada uno de sus recovecos, por sus arrabales, por los barrios, por lugares con aceras y sin ellas, siempre lejos de las calles que habían sido diseñadas para el paseo, lejos de las áreas comerciales, lejos de los andares ociosos, de los pavimentos acariciados por suelas de cuero y tacones finos. Paseábamos por zonas industriales, o por donde la naturaleza silvestre gana la batalla al asfalto, por donde fluye el trajín de las vidas a cuestas, o por donde sólo fluye el abandono.
Entre toda esa belleza cotidiana y salvaje, carente de ornamentos, es donde el saber mirar cobra una importancia vital de la que siempre me sentí dueña.
No es un escritor, ni un pensador, es un mirador, la única facultad verdadera y aérea: mira. Nada más.
R.G. de la Serna
enero | 2014
Cuando era niña paseaba de la mano de mi abuelo por todas las calles de la ciudad, por cada uno de sus recovecos, por sus arrabales, por los barrios, por luga
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