A lo largo de la historia el ser humano ha tratado de alcanzar un estatus en el que el ocio ocupase la mayor parte de su tiempo y las obligaciones del trabajo fueran mínimas. Con la primera revolución industrial muchos ya pensaban que las máquinas librarían a todo el mundo de la realización de trabajos alienantes. Sin embargo, cada vez se trabajaba más.
En la segunda revolución industrial, con nuevos avances tecnológicos y un importante desarrollo en el transporte y las comunicaciones, la posibilidad de una nueva era de ocio volvió a vislumbrarse. No fue así. Nos prometieron que la tecnología trabajaría por nosotros y que seríamos más felices, pero hay estadísticas que demuestran que trabajamos 200 horas más al año que en 1970 y la insatisfacción vital y la prisa definen nuestro tiempo.
La palabra «trabajo» deriva del latín tripalium, que era una herramienta parecida a un cepo con tres puntas que se usaba inicialmente para sujetar caballos o bueyes para poder herrarlos. También se usaba como instrumento de tortura para castigar esclavos. De ahí que tripaliare signifique ‘tortura’, ‘atormentar’, ‘causar dolor’.
La hiperactividad actual nos lleva a «vivir por inercia», dedicando toda nuestra energía a metas externas y olvidando las cosas verdaderamente importantes. Nos preocupamos por ascender en el trabajo, independientemente de qué es lo que queremos hacer con nuestra vida. Ascender por ascender, sin importar para qué. Como si la meta fuese ser más, de cara a la galería, y no ser bueno o sencillamente, ser mejor. Nos hemos acomodado a perseguir la irreflexiva meta de «ser el mejor», en lugar de la virtuosa labor de «ser mejor».
Se está convirtiendo en un hábito el dedicar el tiempo de ocio —leer, escuchar música, ver películas o jugar— a prolongar el trabajo. Cada vez más personas sólo leen el tipo de libros que prometen mejorar la productividad, el rendimiento o alcanzar el éxito profesional. Como una generación de enfermizos discípulos de las escuelas de negocio y del coaching ejecutivo. El cine y la literatura se han convertido en placeres inútiles, en una pérdida de tiempo. El afán por progresar, tan propio de lo humano, se ha convertido en algo simplón y grotesco, limitado a alcanzar un escalafón laboral.
Esta pareja amorosa mal avenida mantenida entre el ocio y el trabajo sigue suscitando acalorados debates filosóficos en torno a la voluntad. Sigmund Freud nos hablaba de la voluntad de placer, Schopenhauer de la voluntad de vivir, Friedrich Nietzsche de la voluntad de poder y Viktor Frankl de la voluntad de sentido. ¿Cuál es la motivación que nos lleva a convertir el ocio en trabajo? ¿Placer, vivir, poder, sentido o ninguna de ellas?
Esta transformación del ocio en trabajo también ocurre con el deporte. Para algunos ha dejado de ser un juego. El artista Juan Luis Moraza lo contaba así en una conversación con Antón Castro a propósito de su exposición Trabajo absoluto: «Recuerdo una escena que vi en Manhattan un atardecer en uno de esos edificios de fachadas con muros de cristal, a través de los cuales se veía un ejército de personas afanosas que subían escaleras sin fin de máquinas de entrenamiento. Me pareció una escena infernal. Como en una tragedia griega, unos Sísifos modernos cumplían una condena voluntaria bajo la demanda externa e interna de convertirse en un buen producto humano, en alguien deseable, contratable, amable…». Podcast ingles diario
Para Kafka, igual que para Platón, la forma superior del ocio es la contemplación. Sin embargo, para algunos pasear ha perdido su sentido. El placer del recogimiento y la contemplación, de la pausa y el sosiego que nos brinda caminar a la deriva, ha quedado relegado a la euforia del running. Nos enfundamos unas mallas y unas zapatillas de deporte hasta para dar un paseo por la ciudad. A través de uniformes de lycra y algodón traspirable hemos transformado el ocio en trabajo.
El deporte ya no se presenta como un juego, sino como una obligación. Carl Honoré, el autor de El elogio de la lentitud lo expresó de la siguiente manera: «La filosofía del trabajo la aplicamos en el ocio, que se vuelve una obligación, y caemos en la trampa de hacer demasiado. Hay que reintroducir la idea del juego».
La enfermedad del tiempo es un término que acuñó el médico estadounidense Larry Dossey en 1982. Se fundamenta en la creencia obsesiva de que el tiempo se aleja, no lo hay en suficiente cantidad, y debes pedalear cada vez más rápido para mantenerte a su ritmo. Según Carl Honoré hoy todo el mundo sufre esa enfermedad. «Creo que vivir deprisa no es vivir, es sobrevivir. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida».
La obra de arte conceptual Calendario de fiestas laborales de Jose Luis Moraza, es un calendario con las salidas del sol y las fases lunares correspondiente al año 2016, en el que identifica todos los días del año como fiestas del trabajo. En total hay 365 primeros de mayo. Cada uno de ellos incluye un aforismo que, en su conjunto, desarrolla la noción de trabajo absoluto.
«Hemos aprendido a convertir nuestro ocio en un sacrificio sin remuneración. Si no contribuye a un incremento de riqueza, vivir es considerado una forma de pereza» afirma Moraza. La productividad parece estar ganando la batalla a la excelencia: trabajamos nuestras emociones, trabajamos nuestras relaciones, trabajamos nuestro cuerpo, trabajamos nuestra imagen. ¿Hemos convertido el ocio en trabajo?
>>Ese artículo fue originalmente escrito para L’Oreal
Estamos convirtiendo el ocio en trabajo
A lo largo de la historia el ser humano ha tratado de alcanzar un estatus en el que el ocio ocupase la mayor parte de su tiempo y las obligaciones del trabajo
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